Esta crónica del Nobel García Márquez cuenta que supo de Caracas en su infancia a través de los cuentos de Juana Freites, luego narra cómo era esta ciudad cuando le tocó vivir aquí.

Gabriel  García Márquez.- La primera vez que la oí nombrar fue en una frase  de Simón Bolívar: La infeliz Caracas. Desde entonces, pocas  veces la he vuelto a oír nombrada sin que vaya precedida de ese antiguo  prestigio de infelicidad. Al parecer, su destino es igual al de muchos  seres humanos de gran estirpe, que no pueden ser amados sino por quienes  sean capaces de padecerlos.
 
Desde aquella remota frase de la escuela primaria, Caracas ha sido  siempre para mí algo muy parecido a una obsesión. En el pueblo donde  nací, que también tenía algo de infernal y no sólo por su calor de  infierno, uno se encontraba a Caracas en el agua y la sal. Era un  refugio de expatriados y apátridas del mundo entero, pero existía una  categoría aparte, mucho más nuestra que las otras, que eran los  fugitivos del infierno de Juan Vicente Gómez. Ellos me dejaron a Caracas  sembrada para siempre en el corazón, a veces por los horrores de sus  cárceles, y a veces por la idealización de la nostalgia. Era difícil ser  feliz pensando en Caracas, pero era imposible no pensar en ella.
 
Nadie me enseñó tanto sobre esa ciudad irreal, como la gran mujer que  pobló de fantasmas los años más dichosos de mi niñez. Se llamaba Juana  de Freites, y era inteligente y hermosa, y el ser humano más humano y  con más sentido de la fabulación que conocí jamás. Todas las tardes,  cuando bajaba el calor, se sentaba en la puerta de su casa en un mecedor  de bejuco, con su cabeza nevada y su bata de nazarena, y nos contaba  sin cansancio los grandes cuentos de la literatura infantil. Los mismos  de siempre, desde Blanca Nieves hasta Gulliver, pero con una variación  original: todos ocurrían en Caracas.
 
Fue así como crecí con la certidumbre mágica de que Genoveva de  Bravante y su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte,  que Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de  gala de El Paraíso, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe  despertador a la sombra de Los Caobos, y que Caperucita Roja había sido  devorada por un lobo llamado Juan Vicente el Feroz. Caracas fue desde  entonces para mí la ciudad fugitiva de la imaginación, con castillos de  gigantes, con genios escondidos en las botellas, con árboles que  cantaban y fuentes que convertían en sapos el corazón, y muchachas de  prodigio que vivían en el mundo al revés dentro de los espejos. Por  desgracia, nada es más atroz ni suscita tantas desdichas juntas como la  maravilla de los cuentos de hadas, de modo que mi recuerdo anticipado de  Caracas siguió siendo el de siempre: la infeliz Caracas.
 
Todo esto lo pensaba el 28 de diciembre de 1957 – día de los Santos  Inocentes, además – mientras volaba desde París hacia Caracas en los  aviones de cuerda de aquella época, que tanto tiempo daban para pensar.
 
A pesar del calor, del fragor del tránsito en las autopistas de  vértigo, de las distancias cortas más largas del mundo, yo iba  reconociendo a cada vuelta de rueda los sitios familiares de mi infancia  desde que atravesé la ciudad por primera vez. Identificaba en las  laderas escarpadas las cabañas de colores de los enanos, los dragones de  candela, la torre del rey, y una edificación luciferina que sólo por su  nombre sobrepasaba de muy lejos a todos los horrores del mundo  infantil: El Helicoide de la Roca Tarpeya. Recuerdo que al verla por vez  primera, asomada a su precipicio mortal, volví a recordar: La  infeliz Caracas.
 
Mi primer domingo en la ciudad desperté con la rara sensación de que  algo extraño nos iba a suceder, y la atribuí al estado de ánimo que me  había inspirado con sus fábulas doña Juana de Freites. Pocas horas más  tarde, cuando nos preparábamos para un domingo feliz en la playa,  Soledad Mendoza subió de dos zancadas las escaleras de la casa con sus  botas de Siete Leguas.
 
-¡Se alzó la aviación! – gritó. En efecto, quince minutos después, la  ciudad de abrió por completo en su estado natural de literatura  fantástica. Los caraqueños habían salido a las azoteas, saludando con  pañuelos de júbilo a los aviones de guerra y aplaudiendo de gozo cuando  veían caer las bombas sobre el Palacio de Miraflores, que para mí seguía  siendo el Castillo del Rey que Rabió. Tres meses después, Venezuela fue  por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más  libre del mundo. Y yo fui un hombre feliz, tal vez porque nunca más  desde entonces me volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas por  primera vez en un solo año: me casé para siempre, viví una revolución de  carne y hueso, tuve una dirección fija, me quedé tres horas encerrado  en un ascensor con una mujer bella, escribí mi mejor cuento para un  concurso que no gané, definí para siempre mi concepción de la literatura  y sus relaciones secretas con el periodismo, manejé el primer automóvil  y sufrí un accidente dos minutos después, y adquirí una claridad  política que habría de llevarme doce años más tarde a ingresar en un  partido de Venezuela.
 
Tal vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no  haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su  gente, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y  bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de  la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del  Avila al atardecer. Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio  del hierro y el asfalto y los embotellamientos de tránsito que siguen  siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad  conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo. Hay unas tardes  de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros, y  uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrio soñando  con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en  unas albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un  gallo. Es el revés de los cuentos dehadas: la feliz Caracas.
 